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Maldito papelito: Crónica de la última jornada mundialista

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Tendido en el suelo, tirado, mirando hacia abajo, suspendido en silenciosos gritos. Así estabamos el papelito y yo. Esa imagen me viene a la cabeza hoy lunes 14 de Julio, día en que termina esta vida pero empieza la otra, la normal, donde ya no hago cálculos matemáticos de sueño para ver fútbol, donde dejo de preguntar por facebook si hay algún alma argentina en el remoto lugar donde estoy parando, donde la euforia llega a su fin.

Maldito papelito. 

Llegué a Penang, una isla en el noroeste de Malasia, un viernes a la noche, dispuesto a mudarme de ciudad si para el sábado no encontrara a un coterráneo. Hoy, 14 de Julio, día en que termina esta vida pero empieza la otra, sigo en la misma ciudad. Es que encontré una argentina, una sóla, pero suficientes, ella, yo y el papelito, para ensordecer y acallar el tímido cántico teutón. Somos mucho más que dos.

Maldito papelito. 

Eramos dos, sólo dos; ellos muchos pero pocos, demasiados e insuficientes. Repitiendose la imagen de este último mes, una vez más los europeos brillando por su ausencia aún siendo mayoría en número: alemanes, holandeses, belgas, franceses, otros. A nosotros, los latinos, nos queda siempre ser menos en cantidad pero muchos más en emoción, ruidos y pasión. No pretendo con esto ser un proselitista levantando la bandera de la "sangre latina", pero que me digan los alemanes porque apenas gritaron los goles ante Brasil -ni siquiera los primeros-, o que me expliquen los holandeses porque sólo emitían sonidos cuando el partido estaba por terminar y los tenía a ellos como triunfadores. Exitismo puro, imagen repetida. Siempre dió la sensación de que mirabamos otro fútbol, nosotros el mundial, el espectáculo deportivo mas emocionante del mundo, ellos un estadio con 22 jugadores persiguiendo a la ovalada. Que me digan, especialmente en esta última jornada mundialista, porque no entonaron una sóla canción, un sólo grito grupal, una sóla arenga al equipo, siendo casi sesenta (si, sesenta, contados uno a uno, y sólo en el bar en el que presencié esos 116 minutos de fútbol), y nosotros, apenas dos, cantando, irguiendonos ante la injusticia, ante el desborde, ante la pelota parada, ante todo. Y el papelito.

Maldito papelito. 

Hoy, 14 de Julio, día en que termina esta vida pero empieza la otra, ya no se cómo volver a esa otra vida. Me olvidé y punto. ¿Que se supone que deba hacer ahora? ¿Acostarme temprano? ¿Mirar otros deportes? Esta otredad me parece blanda, tediosa, aburrida, irrelevante, anacrónica. Vista a través del cristal de la derrota, claro; ya vendrán tiempos mejores. Pero hoy y ahora, no puedo evitar observar a la gente que me rodea, moviendose, recorriendo, charlando alegremente, y querer preguntarles la receta para vivir así, tan normal, tan simple. Algún día yo también fui así, pero hoy me siento una sombra. Es que ellos no entienden... perdimos el mundial. Bueno, ellos no, sino nosotros, los argentinos. Dignamente, ¡ojo!


Maldito papelito. 

Fue duro, durísimo, ver el partido ante tanta adversidad: la distancia, la falta de contención y afecto, el entorno apático (es que carajo, nadie en la calle parecía entender que jugábamos la final del mundo... ¡la final del mundo!). No se trata tan sólo de ser apenas nosotros, ella, yo y el papelito, sino de no tener nadie más con quien emocionarse, abrazarse, reir, gritar o llorar. Fueron los hombros y brazos de un mejicano anónimo, presente en las últimas filas del bar, los que fueron hogar itinerante de mis escasas e irreconocibles lágrimas en los primeros minutos luego del fatal Goetze. La impotencia me pudo, la tensión acumulada y la pasión que desbordaba se hicieron agua.

Maldito papelito. 

La camiseta sin lavar desde hace cuatro partidos, el calzoncillo de River Plate, las ojotas alineadas en simetría en dirección al televisor. Nuevos y antiguos amuletos de la suerte, instrumentos de superstición; vanos intentos de pensarme aunque sea un poquito importante en el resultado del partido. Y claro, el papelito, el último de ellos. Para entender el porqué de este, debo explicar algo irracional, ilógico, que hizo reir a carcajadas a la chica que me entregó ese objeto.

Desde el viernes que mi mente era un remolino de emociones, todo lo que hacía no era más que elementos dispersivos para distraerme y hacer que pasara el tiempo más velozmente. Asi llegó el domingo, y yo era un manojo de nervios y ansiedad; se me notaba, hablaba con todo el mundo, gritaba "vamos argentina carajo", me movía de acá para allá, me desplazaba y expresaba con la impronta de alguien que espera algo importante, único e irrepetible. Como en las peliculas, sentía que lo que me rodeaba iba en cámara lenta, algo borroso, inexplicable. Planeando cenar a las 21 o 22hs, me quedaba un vacío temporal y emocional hasta el comienzo del partido, a las 3am. De esta manera, ir al cine pareció una buena idea para aplacar la vorágine de delirio de la que era presa mi mente. 21.30, Transformers, casi no había más que eso: "Planet of the apes", una pelicula tailandesa y otra cantonesa. Acertadamente consideré que los robots alienígenas seguramente serían una buena distracción.

Me acerco al mostrador, y le pido una entrada para dicho film, y ella me muestra el monitor para que eligiera el asiento. Apenas unos cinco o seis recuadros estaban teñidos de rojo; los verdes, por otro lado, se esparcían ordenados, alemanes con la suplente, uno al lado del otro, de la letra "A" a la "M", del "0" al "18". Como siempre, tardé en elegir; es que se me ocurrió que tamaña decisión, a horas del partido, no podía ser tomada drastica y azarosamente. Requeriria probablemente de un estudio pormenorizado de opciones y variables, distancia, ángulo y visibilidad. Pero no, elegí ir por la cábala, por el sentido sinsentido, por algo que esquiva completa y estúpidamente a la razón. Fui por el "L10"... Lio + 10 = L10.





Estupidisimo, habrá dicho la cajera, en Tamil, Malayo o algún otro idioma. Es que ese asiento era en la segunda fila, al medio y al frente, fuerte y claro. Los robots acabaron siendo enormes, gigantes, más de lo que Michael Bay hubiera querido. Y mi cuello y espalda lo sintieron; dos horas y cuarenta y ocho minutos pareció una eternidad. Pero no importaba, L10 me demostraría a fuerza de goles y gambetas que yo había hecho lo correcto, que hasta incluso había ayudado desde mi humilde lugar, con un pequeño aporte cabulero, al glorioso triunfo argentino. Y el papelito, esa entrada de "Transformes, 21.30, L10", fue lo que sostuve en mis manos durante 131 minutos, desde el primer toque hasta el último que importó, esa zurda de Mario. Cuando la pelota tocó la red, el papelito voló al suelo. Y allí quedó, observandome, ya doblado y transpirado, pidiendo perdón. Alguien lo habrá barrido y recogido, para tirarlo en el cesto de basura junto a otros remanentes de la pasión mundialista. Allí quedará mi estúpido amuleto.

Maldito papelito.

Escribí esto de un tirón, sin relectura, sin edición. Podría contar más, de porque me acosté a las 9am, de porque a las 16.16 aún sigo en la cama, de cómo terminé muy a pesar mío volviendo sólo a la premiación, y luego a felicitar a los pocos alemanes que a 30 minutos del final del partido seguían en el bar. Pero ya no quiero, la catarsis va hasta acá. Ahora ire a caminar un rato, a almorzar, a que se me pase la bronca, a ver como la gente vive su vida normal, y quien sabe, quizás tambien, a reencontrarme con mi papelito.



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